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Monasterio Family

by Jose Ignacio Aguirre Monasterio


Manuel Monasterio Mezo, el padre de Amatxi

Manuel Monasterio Mezo, el padre de Amatxi. Marino en sus tiempos mozos, las anécdotas de esta época son muchas y sabrosas. Era lejonés, y lo pregonaba con orgullo. Solía decir, él, que conocía muchos lugares, que el puerto más bonito del mundo es el de Bilbao...  porque se ve Lejona. En realidad decía que era el segundo más bonito: Río de Janeiro le parecía insuperable.

 

            Aunque si viese su pueblo en la actualidad se quedaría boquiabierto. Ya no es Lejona, sino Leioa; ha pasado de ser un pequeño pueblo rural euskeldun a ser un enorme y desordenado amasijo de edificios grandes y poco agraciados y con gran mayoría inmigrante; de tener una pequeña escuela pueblerina (donde “le sacaron la sangre” por hablar euskera) a ser la sede de la Universidad del País Vasco.

 

            Nosotros siempre le llamábamos “abuelo aité”, porque “aité” le llamaba nuestra madre. Y cuando comprendimos el significado de esa palabra, nos dio igual, y le seguimos llamando de la misma manera.

 

            Amatxi nos ha contado algunas andanzas del abuelo.  Más adelante las iremos conociendo.

 

 

 

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            Amalia Corrales Martínez era nuestra abuela, la madre de Amatxi. Ya sabéis, la “abuela Amante”; la llamábamos así porque solía emplear esa palabra en plan cariñoso.  Sus padres eran  Leopoldo y Escolástica, que fallecieron jóvenes, sin llegar a conocer a la segunda de sus nietos, Amatxi.

 

Creció como hija única, pues, aunque tuvo varios hermanos, todos murieron de corta edad. En palabras de la abuela, fallecieron de “garrotillo”, nombre popular de la difteria. Esta enfermedad ataca a la garganta y cuerdas vocales, y en la era preantibiótica diezmaba a la población infantil. Afortunadamente, desde hace muchos años esta patología sólo existe en los libros, pues la vacunación la ha erradicado.

 

Como hija única, parece ser que fue muy mimada y consentida por sus padres. Como yo no estaba allí, no puedo dar fe.

 

 

 

 

 

 

Donato Monasterio Aramburu, el mito familiar por antonomasia. Era el padre de Manuel, y, por tanto, nuestro bisabuelo. También era de Lejona. Cuando Amatxi nos contaba y nos cuenta sus historias, la fascinación hace que se detenga el tiempo, y nos gustaría poder ver y hablar a ese personaje tan singular. Tenemos que valorar el inimitable entusiasmo de Amatxi, que sin duda realza el relato.

 

            Nació en Aketxe (Lejona). Era hijo de Romualdo Monasterio, llamado “Errigoititxu”, en referencia a su pueblo de origen. Éste, como toda la familia, emigró de joven a Cuba, pero su salud se resintió en aquella tierra, y regresó. Lo único que nos consta que trajo de América fue un traje blanco, cosa por lo visto obligatoria entre los indianos (emigrantes que regresan, tópicamente adinerados). Luego nos contarán algo de ese traje. Romualdo casó con una guipuzcoana de apellido Aramburu, de la que desconocemos el nombre.

 

            Era Donato alto, espigado, rubio, de pelo rizado y ojos claros, de “aspecto inglés”, muy alejado del arquetipo rural vasco. En el pueblo era conocido como “Donatoaundi” (Donato el grande), lo que da prueba del respeto que imponía.

 

            Luego veremos sus historias, las “Historias de Donato”, que han dado pie a estas páginas.

 

 

 

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Había cosas en aquellos tiempos muy valoradas, como la fuerza física. Aún hoy hallamos reminiscencias de esa mentalidad en el deporte rural: arrastrar piedras muy pesadas, cortar troncos con hacha, correr con un gran peso a cuestas etc. Y parece que Donato tenía una enorme fuerza. No era de cuerpo ancho, sino alto, espigado, rubio, “de aspecto inglés”. Era persona de carácter equilibrado y sereno, muy considerado por esta razón en el pueblo. Sin embargo, de joven no debía ser tan ponderado, y parecía tener cierta propensión a usar – y quizá a abusar - de su fuerza. Por esta razón, su padre – Romualdo - trataba de lograr de él el compromiso de no utilizar la fuerza; ignoramos qué circunstancia le movió a recabar este compromiso. El joven Donato se resistía, y el padre pugnaba por lograr esa promesa. Ante la reiterada negativa del chaval, el padre anunció su propósito de ir a Bilbao a dar cuenta al Gobernador, para que éste arbitrase los medios de controlar al díscolo muchacho. Nos puede sorprender la ingenuidad con que funcionaba esta gente, pero así eran las cosas.

 

Con esta decisión tomada, Romualdo sacó del arca el famoso traje blanco: era la ropa elegante de los “indianos”, es decir, de los que habían regresado de “hacer las Américas”. Bien acicalado, una mañana marchó por el camino hacia la ría, por donde transitaba el carruaje que le llevaría a Bilbao. La madre, entre lágrimas, suplicaba a Donato que “prometiese” a su padre, por temor al Gobernador. Pese a la resistencia inicial, los ruegos de la madre arrancaron a Donato la esperada promesa: renunciaba al uso de la fuerza, y no pelearía con nadie. Con alegría fueron a avisar a Romualdo, a quien lograron localizar por el camino. Enterado del buen fin de la cuestión, volvió a casa, guardó el traje blanco, y se acabó el asunto.

 

Y parece que Donato siempre fue prudente en el uso de la fuerza, y nunca nadie le consideró peleón o provocador, sino hombre ecuánime y pacífico, y por ello siempre fue muy respetado.

 

 

 

 

 

En esos tiempos la gente era bruta, sin duda, pero probablemente noble y sin doblez. Pero claramente bruta, muy bruta. Y, como hemos visto, valoraba muchísimo la fuerza y el valor físico. Y esto enlaza con una historia clásica de Donato.

 

Recordamos que, aunque Donato no era en absoluto pendenciero, la fama de sus exhibiciones de fuerza se extendió por todo el Txori-erri, e incluso más allá de los confines de Vizcaya. Y un buen día apareció por Lejona un forastero, al parecer guipuzcoano, que quería conocer “al fuerte”, de quien tanto había oído hablar. Quería “probar la fuerza”, es decir, pelear con él, a ver si tanta fama era justa; él lo ponía en duda y se consideraba superior. Y fue a preguntar, por rara casualidad, a Juan Cruz, el suegro de Donato. Éste, con mucha sorna, remitió al provocador a la “Casa- Palacio”.

 

Allí llegó el guipuzcoano, provocando:

 

- “Si hay aquí alguien que se vista de abajo arriba, que venga a probar la fuerza conmigo”.

 

Esto lo decía a grandes voces, de modo que todo el pueblo podía oirlo, poniendo así en serio compromiso el orgullo de Donato. Se expresaba así en referencia al modo de vestirse de los hombres (los pantalones, “betik gora”), en contraposición con el vestido femenino, que se ponía por la cabeza (“goitik bera”). Y Donato, que estaba cuidando a un hijo pequeño con sarampión, echaba humo por los ojos, pero trataba de no hacerle caso;  Antonina quitaba importancia al asunto, pero el provocador insistía en sus retos y fanfarronadas. Llegó el momento en que Donato no pudo resistir más, y salió a la calle con los ojos centelleantes: en cuanto le vio, el guipuzcoano calló, dio media vuelta y nunca se volvió a saber de él.

 

Hubo otra ocasión en que llegó un nuevo provocador, retándole públicamente. Esta vez Donato estaba en el tejado, haciendo alguna reparación.

 

- “Vete y déjame tranquilo, no quiero peleas”

 

El recién llegado insistió a gritos, hasta que a Donato se le agotó la paciencia, y bajó a la calle a “probar la fuerza”. La pelea fue breve: atizó al forastero tal puñetazo que le hundió la mandíbula. A continuación cargó con su estropeado rival al hombro y lo llevó a casa a curar. El lesionado fue noble: nada había que reprochar a Donato, porque él fue el provocador, y la pelea fue limpia. Por eso decía antes que eran brutos, pero también nobles.

 

A raíz de este suceso entablaron una buena amistad, y esta amistad fue duradera. Muchos años después, en el funeral de Donato vieron a un forastero con la cara deformada rezando muy afectado.

 

 

 

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En plena Guerra Carlista ocurrió otra aventura, la más admirada de todas las que hemos oído relatar. Es la famosa historia de Donato y el perro.

 

Sucedió en Elgoibar. Se hallaba allí Donato, descansando, reponiéndose de alguna lesión o herida en la pierna; al parecer se hallaba muy recuperado. Había en el pueblo mucho movimiento de gente, de paisanos y tropa carlista. Y también allí se propagó la fama de la enorme fuerza de un sargento de Txori-Erri, nuestro Donato. Se habló mucho del tema por el pueblo. Ya hemos visto lo bruta que era esta gente, así que no es de extrañar que alguien no aceptase el rumor que declaraba poco menos que invencible el mocetón vizcaíno, sintiéndose incluso molesto Ese alguien ofendido resultó ser el carnicero del pueblo: él tenía un perro con el que no se atrevería el de Lejona, era un perrazo con fama en toda la comarca de fiero e invencible. Y resultó que, a fuerza de comentarios y provocaciones, se concertó un combate singular: una pelea entre el sargento de Txori-Erri, Donato, y el temible mastín del carnicero de Elgoibar. La cita tendría lugar un domingo, después de Misa, en la plaza del pueblo.

 

Llegado el día, la plaza parecía un hervidero. La gente se agolpaba, tratando de encontrar un lugar en las primeras filas. Las apuestas circulaban por doquier, y pocos creían que Donato podría salir bien librado del trance.

 

En un extremo de la plaza se hallaba el carnicero, sujetando al perro. Éste se mostraba excitado, azuzado, ladrando y babeando; era difícil mantenerle quieto, y su fiero especto infundía temor a los presentes.

 

Al otro lado, Donato, preocupado por el lance, pero con la cabeza fría: “Conserva la calma, o estás perdido”. Veía al perro, furioso y con los ojos enrojecidos, y comprendió cual sería su estrategia, siempre con los nervios bien templados.

 

En un momento dado una persona neutral dio la señal para comenzar la pelea. El carnicero soltó al perro, que se lanzó furioso hacia Donato, y saltó sobre él. El temple de Donato, su precisión y su potencia fueron implacables: según saltaba el perro le introdujo un puño en la boca, mientras con la otra mano le sujetaba rápida y fuertemente la quijada; aplicó entonces toda su fuerza, y literalmente desgarró al perro, que en pocos momentos cayó al suelo ensangrentado. La historia no dice si el perro murió o pudo ser sanado, pero sí cuenta cómo lloró el carnicero ante aquel desaguisado; cuentan también la satisfacción de Donato al ser felicitado por numerosos espectadores y amigos. Anciano ya, contaba que apretaba y escondía una mano para que no viesen que estaba herida: su amor propio estaba a salvo.

 

Muchos años después, Amalia-Amatxi niña fue con sus padres al Balneario de Cestona, como solían hacer, “a tomar las aguas”, por problemas de gota de los abuelos. Manuel, joven aún, solía ir a Elgoibar a jugar a pelota, y le gustaba enredarse y conversar con la gente del pueblo. Así conoció a una persona de mucha edad que había sido testigo presencial de la hazaña de su padre, Donato. De esta manera pudo confirmar la realidad de la leyenda, y su satisfacción fue enorme.

 

 

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Manuel, el “Abuelo Aité”, desde chaval tenía la ilusión de ser marino. Hizo los estudios en la Escuela de Náutica de Santurce, y contaba con orgullo que nunca faltó ni llegó tarde a clase. Eso tiene especial mérito considerando que tenía que ir andando, en cualquier circunstancia, de Udondo a Santurce. Relataba que un día tuvo que quedarse en cama por un fuerte dolor de cabeza, pero ese día fue domingo.

 

En aquella época las prácticas preceptivas exigían un determinado tiempo de trabajo embarcados. Ese tiempo era menor y más considerado si se realizaba en barco de vela. Esto era posible porque la bilbaína Naviera Sota tenía un Buque-Escuela a vela que iba a marcar un hito en los anales de la navegación vizcaína: la fragata Ama Begoñakoa. Con frecuencia, cuando hablemos de esta embarcación, la denominaremos simplemente “la fragata”, porque con esta familiaridad hemos oído hablar de ella al abuelo Manuel, y muchas más veces a Amatxi.

 

El viaje de prácticas consistía en dar la vuelta al mundo en esta embarcación. Se trataba de un barco de vela puro, no tenía ningún motor auxiliar. No sé describirlo, pero hemos visto muchas veces las antiguas fotos, y resulta impresionante ver el aparejo, las cuerdas, los mástiles, la velas... y los bigotes de toda la tripulación. Es curioso: cuanto más rango y jerarquía, más bigotes tenían.

 

El viaje se realizó a principios del siglo pasado, concretamente en 1903. Lo sabemos porque el abuelo contaba que los 19 años los cumplió en el Pacífico, y así las fechas concuerdan (nació en 1884).

 

 

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Manuel contaba muchas aventuras de su viaje en la Ama Begoñakoa. Como es habitual, la trasmisora es Amatxi, aunque algunas se las he oído yo directamente al abuelo. De las muchas historias, son muy curiosas las que ocurrieron en San Francisco de California.

 

Contaba el abuelo que en algunos momentos, en el Pacífico, había calma chicha. Al no soplar el viento, la embarcación pasaba días enteros parada en mitad del océano. Después de varios meses de navegación llegaron a San Francisco de California. Era ésta una ciudad pujante, pero aún un poco pueblerina; los relatos de la época así nos la describen. Hacía muchos años que no llegaba por allí ningún barco español, y había mucha curiosidad por verlo; la gente se agolpaba en los muelles.

 

La casualidad quiso que a los pocos días de llegar coincidiese la festividad de San Ignacio de Loyola, vasco universal y patrón de Vizcaya. De acuerdo con la religiosidad de la época, la tripulación de la Ama Begoñakoa se dirigió en formación y en uniforme de gala a la iglesia, a conmemorar al santo. Y en plena Misa, en el momento de la Consagración, contaba Manuel que “un escalofrío le recorrió la espalda”: en el órgano sonaba vibrante la Marcha de San Ignacio, canto de gran devoción para los vizcaínos. Debió ser conmovedora la emoción de aquellos jóvenes y recios marinos, tanto tiempo alejados de tierra, al oir aquella melodía tan querida de su tierra añorada; echaban lágrimas como puños.

 

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La estancia en San Francisco no fue breve. Descanso aparte, había que hacer alguna pequeña reparación y aprovisionar al barco, y eso llevó algunos días. Y ese tiempo lo aprovechó Manuel para ir con un compañero a cazar a los alrededores de la ciudad. Se entretuvieron, y para cuando quisieron darse cuenta ya se había puesto el sol. Había nubes, lo que les impedía ver las estrellas; sin esto no lograban orientarse en el monte para regresar a puerto. Allí andaban, perdidos, sin saber hacia dónde dirigirse, porque se hallaban lejos de zonas habitadas. Entre ellos hablaban de los posibles trayectos, dudando, y lo hacían en euskera: “Hemetik ez, ortik...”   Y en esas andaban cuando les salió al paso una persona muy agitada, presa de un gran nerviosismo, que casi no lograba articular palabra, pero que se les echaba a los brazos y se los quería comer a besos. Tras el estupor inicial se deshizo el lío: se trataba de un pastor vasco que hacía muchos años había emigrado a estas tierras, y en ellas había organizado su vida. Hacía casi cuarenta años que no oía su lengua natal, y al oírla la emoción le desbordó.

 

Huelga decir que pudieron regresar al barco sin ningún problema, y que fueron obsequiados y agasajados por aquel eusko-yanki tan providencial. Así que el abuelo Manuel decía, y no le faltaba razón, que con el euskera se puede ir por todo el mundo.

 

 

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Jose Ignacio Aguirre Monasterio

Bilbao, Spain

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